(algunos diarios sobre los encuentros)

Estaba en El Remate, un pueblo a orillas del Lago Petén, en Guatemala. Partí con mi mochila a las cinco de la mañana rumbo a Frontera Corozal, en la Selva Lacandona, para llegar a México. Tomé un minibús que me llevó a flores y de ahí, otro a la frontera. Era una combi para 20 pasajeros y éramos 50. Pedí bajarme y el conductor me dijo que éste era el más vacío que iba a encontrar, que los próximos iban a ser peores. A mí me tocaba estar parado, con la mochila entre las piernas y con la cabeza gacha porque el techo era muy bajo. El viaje duraba 6 horas. Había pasado solamente una. Hacía mucho calor. En una de las paradas, le pedí al conductor subir al techo con los bolsos. Me dijo que el polvo era terrible. Subí. Desde arriba el paisaje era otro. Hasta donde me llegaba la vista, sólo se veían árboles y montañas. Íbamos por un camino estrecho de piedras y tierra roja. Era hermoso. Me estaba armando un tabaco cuando subieron tres adolescentes. Se entusiasmaron cuando me vieron fumar y me pidieron uno. Me dijeron que venían viajando desde hacía tres días desde Honduras, su país de origen y que su guía no los dejaba fumar. Pasó un silencio, me miraron con cara de la-situación-es-obvia y me dijeron: “estamos viajando ilegal a los Estados Unidos. Hasta acá el viaje fue rápido, pero México es la parte más difícil. Tarda casi un mes. Hay que ir caminando de noche porque si nos encuentran, ni siquiera nos deportan, nos matan. Una vez que llegamos a Estados Unidos, ahí sí, vamos a los oficiales y pedimos asilo político. La excusa es que huimos de la guerrilla, pero vamos a juntarnos con nuestras mamás. Yo hace 12 años que no la veo”. “Yo hace 7”. “Yo también. Trabajan 18 horas por día hace años para pagar este viaje. Tres mil dólares nos cobran para llegar. Y encima cuando llegamos a los Estados Unidos nos meten presos tres meses para averiguar nuestros antecedentes”. Los tres, al unísono corrieron sus ojos del horizonte y como bajando de un trance –habían hablado varios minutos seguidos— me miraron y me preguntaron: “¿y vos?”. “Yo vine a México a sacar un libro y a hacer una muestra de arte, y aproveché para viajar un poco por Guatemala. Ahora en unos días vuelvo para Argentina”. “¿Pero vos tenés pasaporte?”, me preguntaron. “Sí”, les dije. Charlamos un rato largo, fumamos mucho, elegimos los nombres que se iban a poner en Facebook cuando lleguen a Estados Unidos, hasta que en un momento el bus frenó. Estábamos en medio de la nada, no había casas ni construcciones a la vista. Todos los que estaban en el bus empezaron a bajar. Los chicos también. Yo me quedé donde estaba. “¡Baja, amigo!” me gritó el conductor. “¿Dónde estamos?” le pregunté desde el techo. “Yo voy a la frontera, a migraciones”. Todos me miraban desde una fila al lado de la ruta. “¿Vos tenés pasaporte?” Me preguntó. “Sí, tengo”. “Ah, bueno, estamos a 20 kilómetros. Te llevo, pero baja”. Bajé y saludé a todos. Me paré frente a mis amigos del techo y nos dimos la mano. Me miraban con incertidumbre. Y miedo. Me sentí privilegiado y me sentí mal. Me subí al asiento del acompañante y el bus arrancó. Seguimos haciendo contacto visual con los chicos hasta que no nos vimos más.
Llegamos a la frontera, una casilla casi abandonada. Sellé mi pasaporte, y crucé un río hasta llegar a tierras mexicanas. Ya eran las tres de la tarde. Mi destino era Lacanjá-Chansayab, a unas horas de ahí. Llegué en otros dos minibuses. Era un pueblo muy pequeño en medio de la selva lacandona. Tenía que buscar a Matías, con quien me iba a quedar, aunque él todavía no lo sabía. Me mostraron donde quedaba su casa y no había nadie. Lo único que quería era dejar mi mochila y sentarme a tomar una cerveza. Me fui con la mochila al hombro a buscar una. Pregunté en un almacén y el almacenero me dijo que en el pueblo nadie vendía cerveza, que estaba mal visto. Me sentí cansado. Pensé en los chicos caminando por la selva, todavía en tierras guatemaltecas.
Pasaron unos niños caminando por la calle y los seguí hasta una escuela. Era la secundaria del pueblo. Atravesé el patio, y se acercó a mí un chico de pelo negro, con una cresta peinada con gel y una remera roja llena de cierres inútiles. “Hola”, me dijo, “¿quién eres? Yo soy Akim, el Búho”.

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Llegue a Domínguez a la hora de la siesta. Llovía sobre las calles anchas del pueblo y había una bruma que parecía la del mar. Caminé un poco con las manos en los bolsillos de la campera, hasta que me encontré con un vecino y le dije, “hola, soy Dani, ¿conocés a alguien del pueblo que pueda tener ganas de escribir unos poemas conmigo?”. El señor se quedó mirándome fijo un rato, en silencio, y antes de que llegara a contestar, un niño cruzó desde la vereda de enfrente y se acerco a nosotros. Me miró con mucha quietud. “Él es Andresito” dijo el viejo como si le hubieran devuelto el habla con una varita mágica. “Hola Andrés, ¿querés escribir unos poemas conmigo? “Sí”, me dijo, “yo soy artista”. Qué capo. “Nos juntamos a conversar un rato, y vos me dictás unos poemas y yo los escribo. Después imprimimos los libros para que se los regales a tus amigos o a quien quieras, y hacemos una presentación en la plaza, ¿te va?”. “Si, me encantaría hacer un libro, yo soy artista. Soy pintor, pero también me gusta escribir. Vivo ahí enfrente de la plaza,” me dijo señalando una casa antigua que había a media cuadra. “¿Nos encontramos ahí mañana?” le pregunté. “Bueno, yo salgo de la escuela al mediodía, así que nos podemos encontrar después de la siesta.” Quedamos así y nos despedimos.
Al día siguiente al mediodía ya no sabía qué hacer. Tampoco sabía a qué hora terminaba la siesta. Pregunté a los pocos caminantes que encontré. Para algunos era a las dos y media, y para otros a las tres. A la una y media, muy aburrido, me senté en el banco de la plaza que miraba hacia la casa de Andrés. Apenas me senté, se corrió la cortina de la ventana y Andrés sonrió desde el otro lado. Abrió la puerta y me invitó a pasar. “Vamos a la cocina” me dijo. Me senté en una mesa de madera, con algunas hojas de computadora y una lapicera. Él se paro al lado de la ventana, con la cabeza apoyada de perfil en el marco y los ojos mirando a la plaza. “Para pintar me gusta mirar por la ventana, así que para escribir quiero hacer lo mismo” me dijo. Se quedó mirando por la ventana en esa misma posición durante todo el rato en que escribimos. Cuando se dio vuelta y me miró, dimos los poemas por terminados.

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Montaña me dictaba a una velocidad increíble. Me decía cuándo terminaba un poema y cuándo empezaba otro, pero casi no se tomaba pausas. A la siguiente vez que lo vi, me dio un libro hecho a mano, lleno de nuevos poemas y dibujos. Estaba hecho de hojas rayadas, escritas con lapicera azul, agarradas entre sí con unos cordones. “Acá te traje el segundo tomo” me dijo.
Cuando Montaña hablaba y yo le hacía de escriba era como si compartiéramos un cuerpo. Una parte del cuerpo elegía las palabras y las hablaba, otra las pasaba por escrito. Las dos partes compartíamos una intensidad. Y el estado rítmico que se generó, hacía que nuestra atención esté puesta exclusivamente en ese momento, en esa secuencia, en esa improvisación, y no en el sentido preciso de cada palabra. Lo importante era seguir. Lo importante era la canción, todas las palabras juntas.
Ningún encuentro se graba. Escribir fue mi grabador. Se me cansaba bastante la mano y ese cansancio funcionaba. Se hacía visible que las dos partes éramos indispensables para que los poemas queden en papel, se hacía evidente que estábamos entregados a la situación. Funcionábamos como una energía común. Quizás esta forma de escribir pueda disolver un rato los límites del propio cuerpo y suspendernos en un cuerpo compartido.

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caminando por Tzununá y escuché unas armonías de voces. Las seguí con el oído unos metros por un pequeño sendero de tierra y las vi. Eran como 40 mujeres. Vestidas con trajes de colores llenos de distintas texturas y tramas. Cantaban unas hermosas canciones a Jesús. Una mujer que estaba sentada debajo de un árbol me sonrió, así que me quité mi mochila y me senté junto a ella. Las melodías eran emocionantes. Sensibles y directas. Las cuarenta mujeres, formadas en dos filas, miraban hacia adelante, a un punto fijo, con la cabeza erguida, como si fueran acróbatas manteniendo el equilibrio. Expulsaban la voz con fuerza y hacia adelante. También hacían sonar maracas, panderetas, y otros objetos que no sé cómo se llaman. Pasaron algunas canciones hasta que el encuentro terminó y las mujeres empezaron a dispersarse. Saludé a las que pude. Las felicité. Les agradecí. Una de ellas, Irma, me dijo que en la noche iban a cantar en la iglesia del pueblo y me invitó a ir con ellas. Quedamos en encontrarnos a las 18:45 en ese mismo lugar y de ahí, caminar para la iglesia.
Eso hice, y cuando llegué me esperaba el marido de Irma, Rigo. Me dijo que Irma había tenido que ir más temprano con sus compañeras y que él había venido en su lugar a buscarme. Salimos caminando los dos, nos presentamos y hablamos del coro, de la música, de las costumbres del pueblo. Rigo hablaba con fascinación de Irma y de las mujeres. Era completamente feminista. Me hizo pensar en Guille. Tengo que escribirle para que sea su Portavoz.
Mientras caminábamos, imaginaba a la iglesia pequeña, rural, con adornos tejidos y pupitres de madera. Qué prejuicioso. Cuando llegamos, la iglesia era enorme, con pisos pulidos de cerámica verde lima, paredes amarillas, techos altos de chapa blanca, escenario alfombrado, equipos de sonido y sillas de plástico. Qué bueno que vine hasta acá a resetear un poco mis imágenes. Mientras la gente se ubicaba en sus asientos, invité a Rigo a ser parte de Reunión. Yo pensaba en encontrarnos al otro día, pero apenas le dije, me respondió que sí y me empezó a dictar. El primer poema de su libro, el que dice que el machismo está en su esplendor y que eso limita el desarrollo de la mujer, lo escribimos en ese momento, en esa iglesia, mientras esperábamos a que Irma y el coro de mujeres abriera la ceremonia con sus canciones.
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Encontrarse con un desconocido es una forma de reingresar al mundo. Un encuentro inesperado siempre incluye una sorpresa, una conquista, una renuncia. Una pausa de lo que estabas por hacer, una salida del plan, un corte en la lógica del mundo. Cuando un encuentro sucede, te corrés de lugar. El encuentro es otro lugar. El encuentro es algo que sucede y a la vez es una construcción, una ficción, una coproducción.
El encuentro empieza antes de hablar. De alguna forma misteriosa. Creo que tiene que ver con la percepción de una actitud. Una percepción que viene antes de las palabras.
La palabra no existe sin el cuerpo que la materializa, y a través de la escritura, las palabras juegan a distanciarse de él. Una vez que está en un libro, el escrito se aleja del cuerpo del que lo escribió. Se vuelve un hecho colectivo. Deja el terreno íntimo y se convierte en un vehículo impredecible, que pasa de mano en mano y participa en contextos diversos.
Hay una distancia implícita en esos movimientos. Y esa distancia trae un lujo: leerte.
Philip Larkin, un poeta inglés, bibliotecario, daba muy pocas entrevistas. En una de ellas, le preguntaron: “¿por qué escribís?” Él dijo:” yo escribo para leerme”. Mario Levrero dijo: “yo escribo para escribirme”.

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Me costó varios días entrar en confianza con Patricia. El primer día que la vi, yo recién llegaba a Asunción. Estaba caminando por el pasillo del Mercado 4 con un grabador de audio en la mano, fascinado con el sonido de tantas mujeres cantando las verduras que vendían. Era una zona del mercado en el que los puestos estaban muy cerca entre sí. Las voces que se mezclaban en ese pequeño espacio eran muchas.
Se me acercó y me dijo: “¿qué estás haciendo? ¿Estás buscando oro?” Le conté que estaba grabando sonidos para una muestra que íbamos a hacer con Rodo, un amigo “¿Y qué arte es ese? ¿Y qué tenemos que ver nosotras con tu arte?”
Volví al mercado a verla todos los días que estuve en Asunción. Fuimos entrando en confianza y la invité a escribir. El día que llevé, con Rodo, las publicaciones al mercado, Patricia me increpó y me dijo: “¿por qué escribiste estas cosas que te conté en la intimidad?, te las estaba contando a vos, no era para que se lo cuentes a todo el mundo”. Me quedé en silencio. No sabía qué decir. Nos miramos. Qué mujer. Me sentí un imbécil. Me sonrió. Empezó a llorar. Saqué su libro y le leí el primer poema. “Soy una mujer fuerte y valiente”, me dijo. “Sos una mujer fuerte y valiente”, le dije. Nos abrazamos. No dejó de llorar hasta que nos fuimos del mercado. Recuerdo esa mirada de Patricia cada vez que imprimo un libro de Reunión. Desde ese momento Patricia protege un pedazo de esta obra.

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La primera vez que vi a Edson fue una mañana del 2015. Yo estaba en el comedor Mate Cosido, un espacio comunitario en la manzana uno del barrio Papa Francisco, donde dábamos talleres de arte para niños con unos amigos. Edson llegó agarrado de la mano de su madre, que con cara de preocupada, me apartó unos segundos del grupo y me dijo, “necesito por favor le enseñe a Edson a escribir. No sabe ni imprenta ni cursiva y si sigue así va a repetir”. Le dije a la madre que iba a hacer lo posible y me senté con Edson en un banco de madera pintado de rojo que hay en el patio del comedor. El patio es un edén en medio del barrio. Un espacio al aire libre con un árbol que da sombra y muchos murales de colores. Edson tenía una sonrisa pícara y ojos tímidos. Hablamos un poco de la escuela, de los compañeros, mientras yo pensaba cómo enseñarle a escribir a un niño de nueve años. Imaginaba que habrían probado un montón de métodos que no habían funcionado.
Edson sacó la carpeta de su mochila y empezó a hacer su tarea. Escribía perfecto. Escribía con seguridad y su letra era clara. Me asomé a ver qué estaba escribiendo, a ver que estaba escribiendo “¡Pero escribís perfecto!” le dije. “Yo no sé escribir” me dijo “¡Pero si estás escribiendo perfecto!”, repetí “¿Esto es escribir?” Me preguntó “¡Esto es escribir!”
Me quedé un momento en silencio pensando si quizás era la mamá la que no sabía escribir, o si los problemas de comunicación entre la escuela y los padres eran tremendos, y le dije: “¿sabés? A mí me encanta escribir. Escribo poesía. Hace unos meses escribí mi primer libro” “¿Y de qué escribís?” “No sé, de cosas que veo, que siento, o de cosas que invento, no sé. Me gusta escribir, me gusta el momento de escribir” “¿Tenés el libro acá?” “No, pero si te da ga-nas podemos escribir algo juntos y después se lo leemos a todos” “Dale, pero ¿de qué escribi-mos?” “No sé, empecemos sin saber” “¡Yo quiero escribir sobre el día del trabajador!” me dijo levantando el lápiz con la mano. Desde ese día, cada feriado nacional, nos sentamos con Edson en el patio del comedor, nos ponemos al día, hasta que en un momento de la conversación él se siente listo y me dicta su poema. Edson fue el primer escritor de Reunión.

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“Sí, pero dejame que te lleve a un lugar que nos va a ayudar a inspirarnos” me dijo Meli, cuando caminábamos por un sendero que llevaba a su casa y la invité a escribir unos poemas. Llegamos a la casa, saludamos a sus padres Ichi y Orlando, agarramos cada uno una silla de las que estaban dispersas por el jardín, y seguimos por un camino de tierra que comenzaba a unos metros de ahí. Pasamos por un galpón donde secaban tabaco, por un horno de barro, y por una huerta, protegida del sol por una media sombra negra.
Se ve que el camino era en subida, porque en un momento, por encima de los tabacales, se empezó a ver un río marrón, ancho como una avenida. Me detuve ante el paisaje y ella, que venía marcando el paso, se dio vuelta y me miró. “Es el arroyo”, me dijo. “¿Arroyo? Parece un río bastante ancho”. “Acá le decimos arroyo. El bonito. A partir del arroyo, todo lo que ves es monte autóctono. Nadie vive ahí y nadie nunca plantó nada. Está igual que hace siglos. Sigamos, ya estamos cerca”.
Justo antes de llegar a un campo de pinos, giramos a la derecha. Caminamos unos metros entre los pastizales, hasta que Meli frenó. “Acá es”, me dijo, “sentémonos debajo de este árbol. Acá es donde vengo cuando quiero estar tranquila”.

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En Jaibalito viven 200 habitantes. Se encuentra a orillas del lago Atitlán, en Guatemala, un lago sagrado rodeado de volcanes y de poblaciones de origen maya que se conectan entre sí a través de lanchas que vienen y van. Llegué a Jaibalito en una de esas lanchas una mañana de sol. Sólo para caminar. Tenía ganas de conocer el pueblo y de ahí andar hacia Tzununá y San Marcos por las montañas que bordean el lago. Jaibolito era el pueblo más pequeño que había en la zona. Tenía unas pocas calles, angostas como pasillos, y casi ninguna tenía salida. Todas desembocaban en la puerta de una casa y te obligaban a volver, desandando camino hasta el punto nodal del paseo: la cancha de futbol.
Estaba encantado con esa forma de conocer un lugar, obligado a ir y venir por esos senderos asfaltados, primero en subida hacia el cerro y luego en bajada hacia el lago. Un paseo inútil, como escribir poesía, como meditar; esas acciones que cuando insistís, te dejan suspendido en un pedazo de tiempo aislado del mundo de la eficiencia y la productividad.
Desde mi llegada al pueblo me había cruzado con muy pocas personas. Unos adolescentes cargando materiales para construcción en una carreta, algunos niños corriendo y no mucho más. Recuerdo una niña de unos diez años de ojos marrones grandes e incisivos con la que crucé mirada varias veces mientras iba y venía. Estaba sentada cerca de la cancha de futbol, así que la vi muchas veces. Me miraba con intriga. Yo también. Quería hablar con ella.
Levanté la cabeza y vi que por la calle principal bajaban, agarradas de los brazos como recién casadas, dos mujeres jóvenes vestidas con trajes de colores tejidos a mano. Nos saludamos. Me contaron que trabajaban en el hospital. Yo les conté que era palabrista ¿Puedes escribirnos un poema para el día de la madre?, me preguntaron. No, les dije, pero lo podemos hacer juntos. Nos sentamos en la puerta de un kiosco y lo escribimos. No recuerdo qué decía. Mientras escribíamos, una de las mujeres se fue y quedamos a solas con la que estaba claramente más copada con la situación: Juana. Terminamos de escribir el poema y le conté de Reunión. La invité a participar y me dijo que sí pero que tenía muy poco tiempo. Nos sentamos en la cancha de futbol, hicimos un poema y se tuvo que ir. Nos despedimos. Salí del pueblo bordeando el lago y me senté a leer el poema. Era hermoso. Me di cuenta que no habíamos intercambiado mails ni Facebooks. Encima me había olvidado de pedirle su pequeña biografía, así que ni siquiera sabía su nombre completo. Sólo Juana.
A los dos meses, ya en Buenos Aires, recibí un mensaje de “Juana Petzey” en mi casilla de correo no deseado de Facebook. Era ella. Había encontrado mi nombre en el poema del día de la madre, que por idea de ella habíamos firmado juntos. Decía que nunca había tenido un amigo que viviera tan lejos y que quería contarme más historias. Quedamos un día y una hora para hablar por teléfono y seguir escribiendo. Esa semana pensé mucho en ella. En los vínculos y en la distancia. ¿Podríamos reconstruir la cercanía del tiempo que compartimos juntos, ahora que estábamos tan lejos? ¿Funcionaría Reunión por teléfono? ¿Cuánto puede durar un vínculo que se construyó en un rato?